Con pies de plomo.

Te hicieron daño. Sin causas, sin motivos, sin expectativas.
Sucedió y, desde entonces, sin querer, como acto reflejo, como muralla para tu castillo, no eres la misma persona. Tienes las puertas cerradas. Y lo entiendo. Con pies de plomo te dicen muchos.

A todos nos han hecho daño alguna vez. Y te sueltan esa frase de que el dolor nos hace fuertes, pero tú no quieres ser fuerte, sólo quieres que pare. Quieres acabar con esa realidad que te presiona el pecho unos segundos después de despertar, cuando todos los recuerdos nublan tu mente una vez más. Siempre presentes. Siempre presentes. Siempre presentes. Como tu canción favorita sonando en el tocadiscos una y otra vez hasta que se raya. Y en ese momento, en el que la calma del sueño te abandona para caer de golpe en la realidad, ese momento es eterno. Y, por cierto, es una mierda.
No te lo esperabas, pero te hicieron daño.

Tú diste todo o estabas dispuesto a darlo. Por qué. Confiabas en esa persona, nunca te lo hubieras esperado y, desde luego, jamás se lo hubieras hecho tú. Por qué. No lo sé, probablemente ella tampoco y, también, probablemente si hubiera podido escoger, no lo hubiera hecho. Pero así somos, jodídamente imperfectos, carne y hueso, arrasando con lo que encontramos a nuestro paso. Como un huracán, sin calma.
Pero, para un segundo y piensa, ¿si tiene solución de qué te preocupas? Y, si no la tiene, lo mismo te digo. ¿Qué va a cambiar las cosas? Ir con la cabeza hundida entre los hombros no va a hacer que un Dios se dé cuenta de que estás ahí y te compense por esos años y años de decepciones. Meterte en la cama y taparte con las sábanas no va hacer que, cuando te destapes, no te encuentres en el mismo lugar, ni en la misma situación. Que algo haya cambiado. Que todo siga igual.
El tiempo de la tormenta lo escoges tú y tus ganas de encontrar calma. No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo aguante.

Después de todo ese dolor, cuando ya no lloras, y la presión del pecho disminuye. Cuando esa persona deja de importante y sólo quedas tú, ya no eres el mismo. Y no te culpo, porque todo lo que pensabas se echó a perder, y tu mundo de princesas y castillos encantados se convirtió en un cuento de niñas. Y lo es, porque la verdad muchas veces hace daño, y eso está bien. La verdad tiene que doler de vez en cuando. Hacer oídos sordos a nuestros problemas, dar de lado a personas que te quieren quitar la venda, no vale de nada. Después de ese dolor, lo único que tienes es a ti, y a todas las personas a las que permitas acompañarte. Eso es más de lo que ninguno podríamos desear jamás. Tienes la llave de las puertas de tu vida, tú decides a quien invitas.
Y ya no eres el mismo. Un cuerpo lleno de cicatrices invisibles que, de vez en cuando, sangran. Tienen razón, arriesgarte a ser decepcionado de nuevo es un riesgo innecesario. Para qué, les dices tú. Y te alejas, de todas esas personas que pueden darte tanto. Eres más frío, desconfiado, más insensible, más inaccesible. Pero te diré algo, te estás equivocando.
Te quedan muchas decepciones por vivir, muchas lágrimas que derramar, y muchos chascos que llevarte.

Y puedes hacerlo sólo o en compañía. Si crees que alejándote del mundo va a hacer que te sientas mejor, estás muy lejos de la verdad. Estás malgastando mucho tiempo, y créeme, no nos sobra. Te quedan muchas cosas que compartir y mucha gente a la que conocer, a la que harás mucho daño. Y tal vez, cuando ellos lean estás palabras estarán pensando en ti. No le cierres las puertas de tu vida, porque seguramente es una persona increíble que te estás perdiendo. No vayas con miedo, no controles tus ganas de darle un beso, de contarle tus secretos inconfesables o parecer ridícula de vez en cuando. No vivas con pies de plomo, es una carga innecesaria.
Date una oportunidad y sino, una buena hostia, al fin y al cabo de vez en cuando nos viene bien.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Te diré para qué te quiero.

Perdóname por escribir esto.

¿Qué pasó la última vez que nos vimos?